CHERNOBYL: DE CÓMO LAS MENTIRAS PUEDEN SER RADIACTIVAS Y ACABAR CON EL MUNDO

Por: Yudy A. Novoa

Las mentiras pueden ser radiactivas. Pueden hacer volar por los aires reactores, Estados, naciones, ideas, teorías e imperios, destruirlos completamente a niveles atómicos, poniendo en peligro toda forma de vida en la tierra y enterrando a la especie humana en su propia miseria en un abrir y cerrar de ojos. Eso es Chernobyl.

Se cumplen 35 años de la peor catástrofe nuclear en la historia de la humanidad, una en la que se liberó un nivel de radiación equivalente a 350 bombas de Hiroshima (Alexievich, 2015) y su impacto sigue tan vivo, como lo estará por los 20.000 años en los que la zona de exclusión (la más afectada por la radiación) no podrá ser habitable (National Geographic, 2019).

Un recordatorio perpetuo de la manera en que la estupidez y la mezquindad humanas permanecen, de la facilidad con que pueden condenar a regiones completas del planeta, a todos los seres vivos que las habitan y a generaciones enteras de personas, a sufrir eternamente por la poquedad de unas élites políticas hipócritas y criminales desleales a los lemas que pregonan y a su propio pueblo. Es por eso que Chernobyl es una llaga que nunca curará, una herida perenne causada por la humanidad, que nos enfrenta con lo peor que somos como especie.

Una muestra profundamente conmovedora y desgarradora de esta realidad se retrata magistralmente en el libro Voces de Chernobyl, de la escritora bielorrusa Svetlana Alexievich, ganadora del premio Nobel de Literatura 2015, en el que con su estilo característico y desplegando un género de escritura polifónica que ella misma ha creado, narra las historias de vida de quienes han sufrido directamente esta hecatombe. De hecho, con base en este libro se realizó la galardonada y aclamada miniserie Chernobyl de HBO en el 2019, la cual reproduce para la televisión de forma excepcional esta tragedia.

Los testimonios del libro de Alexievich dan cuenta de lo vivido por personas que han estado en un lugar en el que nadie más ha estado y que han visto lo que nadie más ha visto. Algo que supera cualquier capacidad de entendimiento humano. Lo más parecido a un auténtico apocalipsis con el que la humanidad se encuentra hoy en deuda, que no ha podido comprender y mucho menos reparar. Esto lo señalan sus víctimas: “(…) he viajado a la zona de Chernobyl. Ya había estado muchas veces. Y allí he comprendido que me veo impotente. Que no comprendo. Y me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto” (Alexievich, 2015).

Y es que Chernobyl representa un mal que es completamente diferente del que se había visto antes; es por eso que una de sus víctimas señala: “Chernóbil ha ido más allá que Auschwitz y Kolimá[1]. Más allá que el Holocausto. Nos propone un punto final. Se apoya en la nada” (Alexievich, 2015).

Tal vez la forma más brillante y dolorosa de plasmarlo se logre a través de los ojos de uno de los niños cuyo relato hace parte de este libro: “¡Pobres animales del bosque! Nadie los lava. Se morirán todos. Tampoco al bosque lo lava nadie. Y también se morirá». La maestra nos dijo un día: «Dibujad la radiación». Yo pinté cómo cae una lluvia amarilla. Y corre un río rojo.”

Lo más perturbador de este suceso es que fue causado por el perverso manejo que la élite política soviética venía haciendo de las centrales nucleares en su territorio. Lo ocurrido en Pripyat, la ciudad donde se ubicaba la central nuclear de Chernobyl, era sólo cuestión de tiempo. Muestra de eso es que ya habían tenido lugar otros “accidentes”. En 1957 en la ciudad secreta de Cheliábinsk-40, cercana a Kishtim, en los Urales, una explosión de residuos radiactivos contaminó un extenso territorio (Alexievich, 2015), no obstante, y dado el secretismo que sostenía al Estado soviético, este tipo de hechos siempre se quedaban en la oscuridad, como seguramente habría quedado el de Chernobyl si no hubiera significado tal nivel de devastación, absolutamente imposible de acallar ni de ocultar.

Pero el acabose no se quedó en la explosión en sí. Por el contrario, se agravó por las medidas que el Estado soviético en cabeza de Mijaíl Gorbachov implementó, más preocupado en ocultar y minimizar lo sucedido que en proteger a su gente de las nefastas consecuencias. Entre estas estuvo arrojar plomo y arena al reactor incendiado, produciendo que se fundieran con el grafito que había en su interior (y que a pesar de haberse demostrado que fue el detonante de la explosión, se utilizaba para abaratar costos), para luego elevarse en la atmósfera y desplazarse grandes distancias. Las partículas que esa fusión genera se denominan “calientes” y penetran todo ser vivo a través de las vías respiratorias haciendo que se queme internamente y produciéndole la muerte, luego de una lenta agonía; una muerte que no significa que dichas partículas también mueran, estas siguen existiendo en el polvo y mantienen intacta su capacidad de matar una y otra vez (Alexievich, 2015). Esa es la radiación nuclear, la muerte perpetua.

Esta catástrofe, además, implicó una nueva victimización masiva de los pueblos bielorruso y ucraniano (los más afectados por ella[2]), muy parecida al genocidio al que Stalin condenó a este último en la década de los 30 a través del Holodomor, la hambruna que mató más de 7 millones de ucranianos (Holodomor Museum, 2021). Y esto porque pasados 10 años de la explosión del reactor 4 de la central nuclear de Chernobyl el 26 de abril de 1986, la expectativa media de vida de los bielorrusos y los ucranianos se redujo a los 50-60 años (Alexievich, 2015).

Dicha victimización pone en evidencia otra de las falacias sobre las que se erigía la URSS: La idea de que el desarrollo de su Estado multinacional era “muestra evidente de que solamente son fuertes aquellos lazos que están basados en la amistad de los pueblos libres e iguales” (Krutogolov & Shafir, 1979). Una escandalosa contradicción dado el trato denigrante al que los rusos sometieron a los ucranianos y a los bielorrusos en medio de la emergencia, a quienes desde Moscú decidieron no proveer de dosímetros (aparatos que miden el nivel de radiación), a quienes dejaron a su suerte en las aldeas, sin instruirlos ni llevar a cabo ninguna comprobación, a quienes engañaban afirmándoles que no corrían mayor peligro y de quienes se burlaban por sus ruegos al Kremlin por dinero, medicinas y dosímetros (Alexievich, 2015).

Se configura así una gran incoherencia respecto a lo que el mismo Lenin en su momento había dicho sobre la conformación de la Unión Soviética: “En derredor de la Rusia revolucionaria, cada vez más y más se agruparán distintas federaciones de naciones libres. De manera completamente voluntaria y sin mentiras (…) crecerá esta federación y será indestructible” (Lenin, 1963, pág. 288). La realidad era que lo que más escaseaba en esa federación de naciones era la libertad, la igualdad y la verdad. Muy bien lo señala una de las víctimas del desastre: “(…) lo que les preocupaba no era la gente, sino su poder. En un país donde lo importante no son los hombres sino el poder, la prioridad del Estado está fuera de toda duda. Y el valor de la vida humana se reduce a cero” (Alexievich, 2015).

Y es que un Estado donde la vida no vale nada y se pone la dignidad humana al servicio del sistema y de aquellos que lo controlan, es un Estado a todas luces criminal que está condenado a implosionar en su propia podredumbre.

Porque mientras a los campesinos de la zona del desastre las autoridades soviéticas les aseguraban que no había mayor peligro y les “recomendaban” sólo lavarse las manos antes de comer, la élite política sacaba a sus hijos y a sus familias enteras a escondidas, utilizaban máscaras, dosímetros y trajes especiales, y además, tomaban yodo (Alexievich, 2015), el elemento que reduce el daño que produce la radiación nuclear en el cuerpo humano y que al ingerirlo, llena de yodo estable la glándula tiroides, sin dejar espacio para el material radioactivo (BBC, Mundo, 2016).

Una élite que estaba más preocupada por ella misma y por su poder, que por su pueblo y por seguir los preceptos establecidos por el mismo Lenin, era la materialización absoluta del despropósito y la falta de ética. Élite que aún conociendo los efectos nefandos que la radiación causa en la salud humana, se comportaron con desidia y total negligencia. Fue así como se empecinaron en repetir que no debía generarse pánico, a pesar de que no fueron pocos los expertos que señalaron que había manera de suministrar yodo a la población sin hacer grandes anuncios, y que sólo era cuestión de verter preparados en los embalses de los que se extraía el agua potable o añadirlos a la leche (Alexievich, 2015). Acciones que podrían haber salvado millones de vidas y de generaciones de soviéticos y que no se llevaron a cabo por cuenta del secretismo, la vileza, la mentira y la estupidez que tenían cooptado al régimen.

Y es que en el momento en que explotó por los aires la tapa del reactor 4 de la central nuclear de Chernobyl, explotó por los aires la Unión Soviética (Stern, 2013), junto con todos sus principios, sus convicciones y sus sofismas. Era la caída de un imperio. Hasta ese momento el pueblo soviético (casi de manera enajenada), confiaba plenamente en sus gobernantes, creía que al enemigo al que temer era el externo y que era una súper potencia prácticamente indestructible. Tarde se daría cuenta que el sistema sobre el que se sustentaba su Estado era incompetente, perverso y profundamente hipócrita. Pero sobre todo, que era peligroso y podía llevarlo a su exterminio.

La corroboración de esta realidad fue que su máximo líder, Mijaíl Gorbachov, sólo apareció 20 días después de la explosión para dirigirse a la nación señalando sin pudor alguno que todo estaba bajo control y “que lo peor ya había quedado atrás” (Los Angeles Times, 1991), haciendo gala de toda la cobardía, la desidia y la vileza posibles. Algo que no le impidió recibir el Nobel de Paz en 1990, sólo 4 años después de la catástrofe, por “su papel en los cambios radicales en las relaciones entre el Este y el Oeste” (Nobel Foundation, 1990).

Por su parte, en 1991 una comisión del parlamento ucraniano acusó a los líderes de la Unión Soviética para el momento de la catástrofe, incluyendo a Gorbachov, de encubrimiento criminal por la difusión masiva de mentiras y por sus actuaciones llenas de cinismo, negligencia y total desprecio por la vida y la salud de los pobladores de las zonas afectadas. Una prueba indignante del nivel de atrocidad fue que no sólo permitieron, sino que convocaron a la población a que celebrara la fiesta del 1º de mayo en las calles con normalidad, a menos de una semana de ocurrido el desastre, con el objetivo de encubrirlo y minimizarlo. Dicha comisión tuvo acceso a documentos clasificados que luego de la disolución de la Unión Soviética empezaron a ver la luz y a través de los cuales se logró comprobar que todos los altos mandos del Estado soviético supieron de la destrucción total del reactor, de la descarga de las partículas radiactivas al aire y del peligro que esto representaba para millones de vidas (Los Angeles Times, 1991).

Chernobyl representa así un demoledor ejemplo de cómo se miente y se miente hasta creer destruir la verdad y cómo la verdad a causa de las mismas mentiras nos puede explotar en la cara.

Un país como Colombia conoce bastante bien el costo de querer ocultar y acabar con la verdad; no por nada tiene uno de los conflictos armados internos más extensos y cruentos del mundo, uno que se mantiene con base en mentiras, hipocresía y vileza. Muestra de esto es el debate que en estos días ha vuelto a abrirse alrededor de las aspersiones con glifosato que el actual gobierno está buscando reiniciar, para continuar con una de las grandes falacias que ha perpetuado la guerra en el país: La lucha contra las drogas.

En el marco de dicho debate hace pocos días se conoció un estudio sobre los riesgos en la salud humana del glifosato y que se ha buscado ocultar. Y es que entre los posibles efectos de la exposición a este herbicida están: “alteración en el tiempo de gestación y parto prematuro, malformaciones congénitas, anormalidades en el crecimiento y desarrollo de los niños menores de cinco años, enfermedad renal crónica, enfermedades neurológicas como polineuropatía, eczema y dermatitis alérgicas, hipotiroidismo, rinitis y asma, y algunos tipos de cáncer como leucemia, mieloma múltiple y linfoma Hodking y no Hodking.” (Sic.) (Calle, 2021).

No es por lo tanto exagerado afirmar que, guardando las proporciones, el glifosato es nuestro propio Chernobyl. Un tema lleno de opacidad, secretismo, vileza y faltas a la verdad, que a quienes más afecta es a las poblaciones campesinas, pero que fácilmente puede llegar a afectarnos a todos de verse rociados con ese tóxico los cultivos de los alimentos que consumimos en las ciudades.

Lo que sucede en Colombia y lo que sucedió hace 35 años en la ciudad de Prypiat en Ucrania, son ejemplos de lo mucho que se parecen la maldad y la estupidez, de la profunda  hipocresía con las que las élites políticas enarbolan sus discursos y que sin importar que sean de izquierda o de derecha, que estén basados en preceptos comunistas o capitalistas, pueden llevar a la destrucción completa de ellas mismas y de su propio pueblo. Porque un Estado criminal, como el que tuvo lugar en 1986 en la URSS y como el que tiene hoy en día lugar en Colombia, no está hecho para preservar la vida ni la dignidad de su gente, sino para exterminarla.

Una víctima de Chernobyl lo expresaba en las siguientes palabras: “El mal no es en esencia una sustancia, sino la ausencia del bien; del mismo modo que las tinieblas no son más que la ausencia de luz» (Alexievich, 2015).

Bibliografía

National Geographic. (17 de Mayo de 2019). The Chernobyl disaster: What happened, and the long-term impacts. Obtenido de https://www.nationalgeographic.com/culture/article/chernobyl-disaster

De la Peña, J. (29 de agosto de 2012). Russia Beyond. Obtenido de La carretera de los huesos de Kolimá: https://es.rbth.com/articles/2012/08/29/la_carretera_de_los_huesos_de_kolima_19345

Alexievich, S. (2015). Voces de Chernobyl. Debolsillo.

Holodomor Museum. (2021). Holodomor History. Obtenido de https://holodomormuseum.org.ua/en/the-history-of-the-holodomor/

BBC, Mundo. (2 de mayo de 2016). BBC News, Mundo. Obtenido de ¿Por qué Bélgica entregará pastillas de yodo a toda su población?: https://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/05/160428_internacional_salud_belgica_pastillas_yodo_accidente_nuclear_ppb

Lenin, V. (1963). Obras completas. Tomo 35. La Habana: Editora Política.

Krutogolov, & Shafir. (1979). Federalismo europeo. Tomo I. Regímenes socialistas. (URSS, Checoslovaquia, Yugoslavia). Ciudad de México: Instituto de Investigaciones Jurídicas UNAM.

Nobel Foundation. (1990). The Nobel Prize. Obtenido de The Nobel Peace Prize 1990: https://www.nobelprize.org/prizes/peace/1990/summary/

Los Angeles Times. (23 de diciembre de 1991). Soviet Leaders Accused of Chernobyl Cover-Up : Disaster: Lies linked to many deaths in nuclear accident. Ukrainian report names Gorbachev, others. Obtenido de https://www.latimes.com/archives/la-xpm-1991-12-23-mn-710-story.html

Calle, H. (17 de abril de 2021). El Espectador. Obtenido de El informe sobre salud y glifosato que pocos quieren leer: https://www.elespectador.com/noticias/salud/el-informe-sobre-salud-y-glifosato-que-pocos-quieren-leer/


[1] Ese es el nombre de la autopista que Stalin durante la década de los 30, buscaba construir en la remota región de Rusia con ese nombre, para facilitar el movimiento de tropas y de materiales hacia Siberia; para ello utilizó mano de obra procedente de los gulags (campos de trabajo forzado soviéticos) bajo condiciones infrahumanas, convirtiendo la construcción de la autopista en un sendero de muerte. Dicha carretera empezó a ser conocida como “la carretera de los huesos” ya que los presos que morían mientras trabajaban en la carretera (fruto del cansancio y el congelamiento) quedaban allí mismo y sus huesos eran utilizados como material sustitutivo de la piedra natural para la construcción de la vía (De la Peña, 2012).

[2] La ciudad de Prypiat, donde se ubicaba la central nuclear, se encuentra en suelo ucraniano muy cerca de la frontera con Bielorrusia.

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